No son pocos los que miran hoy a la Iglesia con pesimismo y desencanto. No es la que ellos desearían. Una Iglesia viva y dinámica, fiel a Jesucristo, comprometida realmente en construir una sociedad más humana.
La ven inmóvil y desfasada, excesivamente ocupada en defender una moral obsoleta que ya a pocos interesa, haciendo penosos esfuerzos por recuperar una credibilidad que parece encontrarse «bajo mínimos».
La perciben como una institución que está ahí casi siempre para acusar y condenar, pocas veces para ayudar e infundir esperanza en el corazón humano.
La sienten con frecuencia triste y aburrida y, de alguna manera, intuyen con G. Bernanos que «lo contrario de un pueblo cristiano es un pueblo triste».
La tentación fácil es el abandono y la huida. Algunos hace tiempo que lo hicieron, incluso de manera ostentosa. Hoy afirman casi con orgullo creer en Dios, pero no en la Iglesia.
Otros, tal vez, se van distanciando de ella poco a poco, «de puntillas y sin hacer ruido». Sin advertirlo apenas nadie, se va apagando en su corazón el afecto y la adhesión de otros tiempos.
Ciertamente, sería una equivocación alimentar en estos momentos un optimismo superficial e ingenuo, pensando que llegarán tiempos mejores. Más grave aún sería cerrar los ojos e ignorar la mediocridad y el pecado de la Iglesia.
Pero nuestro mayor pecado sería «huir hacia Emaús», abandonar la comunidad y dispersarnos cada uno por su camino, movidos sólo por la decepción y el desencanto.
Hemos de aprender «la lección de Emaús». La solución no está en abandonar la Iglesia, sino en rehacer nuestra vinculación con algún grupo cristiano, comunidad, movimiento o parroquia donde poder compartir y reavivar nuestra esperanza.
Donde unos hombres y mujeres caminan preguntándose por Jesús y ahondando en su mensaje, allí se hace presente Jesús Resucitado. Es fácil que un día, al escuchar el evangelio, sientan de nuevo «arder su corazón».
Donde unos creyentes se encuentran para celebrar juntos la Eucaristía, allí está Jesús Resucitado alimentando sus vidas. Es fácil que un día «se abran sus ojos» y lo vean.
Por muy muerta que aparezca ante nuestros ojos, en la Iglesia habita Jesús Resucitado. Por eso, también aquí tienen sentido los versos de A. Machado: «Creí mi hogar apagado, revolví las cenizas..., me quemé la mano».
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